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¿Cómo se hace lugar?

Cuentos que no son cuentos

Parte 1

  Olor desconocido

Caía una leve llovizna. Era la hora en que finalizaba la jornada laboral en varios de los edificios del centro. Francisco camina algunas cuadras para esperar el bus, mientras observa que Lucho tenía en sus manos una papeleta y una pipa. Se quedó mirando y no entendió lo que era, porque nunca había visto tal escena. “¡Qué olor tan raro!”, se dijo a sí mismo. Después de cinco días escuchó que le llamaban crack. Más temprano que tarde, este diablo iba a tentarlo y terminaría yendo a buscarlo a los confines de la ciudad.

  Bodegas de reciclaje y otras especies

A las seis de la mañana El Cucho abre las puertas de la bodega. Ya hay fila para entregar el reciclaje: gente con costales, carros esferados y zorras empujadas por caballos. Se pueden observar parejas, familias con niños, jóvenes, mujeres, hombres y viejos.

   La bodega es variopinta, entre cartón, vidrio, archivo y chatarra. La báscula ha sido ajustada para que las cosas sean más livianas, y el peso de cada material le hace sus pesos a quienes buscan comer, pagar una pieza, un arriendo y el estudio de sus hijos.

   Adentro desfilan quienes levantan el material y lo ponen en la báscula. Varias canecas recogen agua, para que los callejeros que llegan se puedan lavar las manos, la cabeza, el pelo, o hasta bañarse.

   Afuera se consigue tinto, empanadas, arepas y pan en carritos ambulantes, con una vitrina que exhibe lo que vende. La cuadra está llena de reciclaje, como si la bodega se desbordara e inundara los andenes de El Cartucho.

¡Todo es tan interesante que, no sé a dónde mirar!

Rosario se baja del bus en la carrera décima y camina afanada hacia la bodega, sobre la calle séptima con carrera 11, exactamente en el número 11-53. En su trayecto se encuentra al Zarco, un campanero que se fuma toda la merca con la que le pagan.

      – Buenos días reinita, ¿Ya desayunó? – saluda El Zarco a Rosario.

      – Qué más Zarco, ¿Todo bien? – responde Rosario.

      – Pues más o menos, anoche estuvo caliente esto por aquí.

Caliente es una expresión que indica peligro, que hay que cuidarse para no resultar quemándose. Pero los días fríos o tibios eran pocos en este lugar.

      – Venga y tómese un cafecito conmigo, Rosarito – siguió El Zarco.

      – No puedo, El Cucho me va a regañar por llegarle tarde.

El Zarco se quedó mirando con deseo a aquella joven trabajadora, quien tarde o temprano le aceptaría su invitación a un café, un almuerzo, y por qué no, a un trago o un pipazo.

 

  Calle arriba, calle abajo

Amparo está cansada de aparentar que es una señora de casa, drogándose a escondidas de su marido y queriendo ser una puta del centro. Un día decide irse a vivir a un inquilinato de El Cartucho. Empieza por pagar un arriendo de un mes, y se interna en su pieza a meter todo lo que podía con los ahorros de meses para independizarse.

   Cuando se queda sin dinero, su cuerpo es la garantía para obtener lo que quiere, lo que había soñado. Jamás recicla, porque le da asco meter sus manos en la basura. Ella prefiere meter sus manos dentro de los pantalones de los hombres que caminan por calles. Así, ella va calle arriba, calle abajo sin importarle ser una malquerida.

   Conoce las formas de amar de los jíbaros más poderosos de la zona, de los callejeros que se ganan una buena liga o se enguacan, y le pagan lo que ella les pide, y hasta de los oficinistas que de vez en cuando llegan a aquel lugar a comprar sus dosis, a participar de fiestas, o simplemente a experimentar la adrenalina de estar por un momento allí.

  Cuerpos en escena

El Poeta Ñero, Miguel Ángel Martínez, murió a sus 57 años por una golpiza de un agente motorizado del CAI 116 de las Américas (El Tiempo, 29 de septiembre de 1993). Más de 500 ñeros acompañaron su ataúd, puesto en una zorra impulsada por un caballo, del que no mencionaron su nombre.

   El caballo estaba acostumbrado a cargar escombros, recicle y ahora muertos. Pero, en medio de escombros y basura que salía de El Cartucho, ese y otros caballos ya habían cargado algunas veces con cadáveres enteros o descuartizados envueltos en bolsas negras, bolsas de basura, bolsas oscuras, bolsas que a veces alcanzaban a respirar.

   ¡Oh, qué vida de caballo! Le dolían sus pies de herradura en medio de la muchedumbre, hace días que no se sentía tan agobiado. Estaba acostumbrado a cabalgar por calles pavimentadas y otras embarradas sin pavimentar, cuesta arriba, puente abajo, no importaba si llovía o hacía sol, o si conseguía alimentos para comer, si lo amarraban a las afueras de bodegas de reciclaje o frente a la basura. Cuando esto pasaba, intentaba seleccionar desechos para comer, pero sufría mucho cuando lo dejaban frente a las ferreterías o chicherías.

   Siempre estaba ahí, con fuerza y empuje para recorrer la ciudad, una Bogotá que cada vez se hacía más extensa y tenía jornadas de trabajo más largas. De vez en cuando pasaba un humano queriendo acariciar su frente, tomándole del pelo, acicalándole o peinándole.

   Ahora el caballo iba para el Cementerio Central, un lugar representativo para callejeras y callejeros, especialmente del centro de Bogotá. Casi todos los ñeros llevan la cara pintada de blanco para no banderiarse con los tombos, por que después llegan al cambuche a encenderlos. Son personajes delgados, de pelo revuelto y mirada esquiva. Algunos están vestidos con harapos, zapatos rotos y llevan en sus hombros cobijas y toallas sucias con las que a veces se cubren la cabeza. El paisa es uno de ellos. Tiene 16 años y aprieta contra su pecho a su perro kis (El Tiempo, 29 de septiembre de 1993).

   Los caballos y los perros aparecen en la escena, así como los ñeros artistas de la vida, con su cara pintada como mimos, mimetizados para que la muerte no les toque a la entrada de su cambuche.

Seres visibles e invisibles

En la Calle Dios no abandona y los animales no fallan.

Los muertos se recuerdan, y los pasos que damos los honran.

Proyecto Cuerpos Callejeros.
Investigación-creación realizada por: Carolina Rodríguez Lizarralde (2019-2023)

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